Relatos del insomnio

Relatos del insomnio
Palencia, Colección "Premios Ciudad de Palencia", Departamento de Cultura del Excmo. Ayuntamiento, 1984.

      Este libro se publicó en Palencia como consecuencia directa de un galardón literario. Contiene diecisiete ficciones en las que argumentos y personajes mantienen el interés del lector en todo momento.



Portada del libro

      Lo importante de estas narraciones no es lo que hacen los protagonistas, sino el lenguaje mismo con que se describen sus movimientos. A veces, en cambio, las acciones tienen prioridad frente a la forma literaria, de tal modo que los personajes se convierten en el alma de lo narrado y mantienen por sí mismos la necesaria tensión de la estructura narrativa.
      Una parte de estos cuentos son de la fase de iniciación literaria, pero no se ahorran esfuerzos a la hora de experimentar y renovar. Habría que destacar relatos tan conseguidos y emblemáticos como El santero que vino de la niebla, La terraza o el sorprendente y peculiar Cataclás, Nada y la estepa de los muertos, piezas que dejan huella en la mente del lector atento.
      En la parte final del mismo volumen, se publicó además un relato del escritor palentino Ángel Blanco Escalona, titulado ¿Me oyes ahora? Esta edición acoge a los dos autores ganadores del premio de narrativa "Ciudad de Palencia" en su edición de 1984.
      El premio "Ciudad de Palencia" fue entregado ese año con solemnidad institucional por el escritor Tomás Salvador, un consagrado narrador que fue finalista del Premio Nadal en el año 1951; había obtenido además el Premio Ciudad de Barcelona y el Premio Nacional de Literatura, entre otros galardones. El agitador es una de sus más celebradas novelas.
      Por su parte, el periodista y escritor palentino Gonzalo Ortega Aragón, Académico de número de la Institución Tello Téllez de Meneses, dijo: "Serna escribe muy bien porque elige las palabras con escalpelo". Una metáfora que conforma un juicio más que positivo.
   
Leamos uno de los relatos que integran el libro. Se trata del titulado Cataclás, Nada y la estepa de los muertos.

      Cataclás tiene el pelo negro, como el azabache. También tiene dos ojos preciosos de color verde claro y una piel muy fina, finísima, muy tersa, como la misma nieve de las tierras norteñas. No le gusta levantarse con el sol. Dice que es una lata; lo dice siempre. Y mientras, su terciopelo, su amiga, sus labios de florecilla, como ella suele llamarla, la despide a las nueve de la mañana con su beso puntual y acostumbrado.
      Cataclás es una mujer y una niña, un demonio quizá, un místico rayo de tormenta, una nube desnuda, una golondrina de verano o vaya usted a saber el qué. Entre las dos, mano a mano, levantaron la casa de la estepa. Viven felices así, ellas solas y apartadas del mundo, rodeadas de recuerdos y locuras, en medio de un erial de mágicas historias y leyendas.
      El gato gris suele acompañar a Cataclás todas las mañanas, pero antes gusta de tomar su plato de leche matinal. El gato no vino con ellas. Apareció después, un buen día, cuando nadie lo esperaba.
      El verdadero nombre de Cataclás es María, María Mercedes para ser exactos. Nada, su amiga, su náyade, su dátil, su fiebre de la noche, la llama Cataclás porque suele tropezar, con una frecuencia inverosímil, en las cruces de las tumbas hacinadas y blanquecinas del calvero reseco y calcinado.
      Siempre andan desnudas por ahí. No merece la pena perder el tiempo en vestirse, ya que jamás aparece ningún otro ser humano por aquellos parajes.
      ¡Muere, asquerosa lombriz!, grita Cataclás de pronto, junto al sepulcro de su hermana, al tiempo que aplasta y destripa con la planta del pie derecho un gusano viscoso de mil anillos coralinos.
      Son muy bellas las dos; son como la estrella polar, como una lágrima de niño, como la brisa. El primer saludo de Cataclás es para su hermana. La enterró allí mismo, con sus quince añitos, su vestido de tul y su pelo suelto. Estaba muerta, claro, como todos los demás, pero nunca le falta de nada. María es así, atenta, cuidadosa, pendiente siempre de todo y de todos. Los demás esqueletos del campo santo también quieren mucho a Cataclás. ¡Es tan dulce y cariñosa!

Los demás esqueletos del campo santo también quieren mucho a Cataclás...

    Un poco más a la derecha, junto a los nichos de la guerra, reposa para siempre un literato, un escritor de cuentos que se cortó las venas una noche, una de esas noches en las que uno no sabe cómo pasar el rato. Y María Mercedes, que no pudo resistir la tentación de conocerle, descorrió una mañana la losa de su sepulcro y quedó hechizada por su delicadeza singular y el encanto de su espíritu indomado y varonil.
      Desde aquel día, el cuerpo desnudo de Cataclás se tumba, deseoso de placeres inauditos, sobre los restos acartonados y silentes del fallecido y anónimo escritor. Pasa con él muchas horas, tardes enteras a veces. Pero la luna redonda de la noche es la joya más preciada para María Mercedes.
      Maúlla el gato, impertinente, cansado de jugar con el fémur extraviado de algún difunto despistado. Y el viento, que no sabe ya por dónde pasear su volátil gracilidad, penetra en la cabaña de la estepa para contemplar, celoso y colorado, el fricar de las hembras en su lecho y el dorado placer bilateral de sus labios encontrados. Se suceden las caricias, una tras otra y otra y otra más, hasta el éxtasis anhelado y pretendido.
      A estas horas, el sol ya es un cadáver. Con su masa de fuego destronado, se desploma malherido sobre el llano. Eso es todo. Suenan los grillos y duermen los muertos.

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